viernes, 28 de octubre de 2016

"El Miedo Libertino" (#historiasdemiedo / ZENDA)

Cierta ocasión, durante un concierto, escuché a un veterano rockero dedicar su siguiente canción a las groupies. Trató de desmitificar la cuestión poniendo el acento en el inquietante hecho de “encerrarse entre cuatro paredes con una total desconocida, alguien que bien podría ser emocionalmente inestable, psicológicamente perturbada o sexualmente insaciable”.

El comentario despertó no pocas carcajadas cómplices entre el público, mi reacción sin embargo fue una mueca agridulce, quizás comprendía demasiado bien la naturaleza de aquel discurso: no soy ninguna estrella del pop pero tengo una amplia experiencia quedando y relacionándome con chicas (en mayor o menor medida) a ciegas.

De entrada, tales encuentros o citas siempre tienen un propósito lúdico e informal, pero por desgracia a veces las situaciones se descontrolan y la travesura se convierte en pesadilla.

Después del sexo mucha gente siente una necesidad irrefrenable de “confesarse”, de sincerarse de manera descarnada con el extraño acostado a su lado, sin obviar detalles.
En plena catarsis post-coital muchas chicas (inesperadamente) han roto a llorar y he escuchado relatos que me han helado la sangre. Historias de separaciones con maltrato físico o psicológico, largos años sin ver a unos hijos que se quedaron en el país de procedencia, enfermedades incurables, viudedades prematuras, intentos de suicidio, embarazos no deseados, plantones pocos días antes de la boda, adicciones, irritantes recuerdos de viejos amores imposibles…

Cada vez que se producen semejantes escenas, cuesta una barbaridad recordar que apenas una hora antes esa chica (que ahora se levanta descompuesta de la cama para buscar su cartera y enseñarte fotos de sus niños) estuviera risueña a tu lado, bebiendo despreocupada, bailando, haciendo chistes o gimiendo de placer.
Tras la purga, el anticlímax.





Sin duda eso de encerrarse con una desconocida tiene sus riesgos y no solo emocionales, también físicos.

Una vez estuve con una chica cubierta de exóticos tatuajes que en medio del revolcón me pidió que le pegase un par de bofetadas “bien dadas” y si eso algún puñetazo “sin pasarme para no dejar demasiada marca”. Cuando vio mi gesto estupefacto lo tomó por vacilación y automáticamente se ofreció ella a pegarme “si así lo prefería”.
Salté de aquella cama y hui como alma que lleva el diablo… aunque no tan rápido como otra ocasión en que una chica tras escuchar un par de pitidos en su móvil y comprobar la pantalla aprovechó para confesarme (todo de golpe) que no era soltera y que su marido estaba al caer.
Ya en la calle, el sudor frío aún recorría mi sien cuando me crucé con un tipo corpulento vestido de uniforme (su esposo era guardia de seguridad en un polígono industrial) en la esquina más próxima a escasos metros del portal.

Otras veces no hay tanta suerte y te pillan en pleno acto, como la noche en aquel descampado donde mi recientemente desconocida amante me llevó en su coche y de repente un par de vehículos se aproximaron dando varias vueltas a nuestro alrededor, iluminándonos con los focos y gritando obscenidades… o aquel inquietante sujeto desdentado que con la excusa de pasear al perro acercó su siniestro rostro a la ventanilla empañada para ver de cerca cómo nos lo montábamos.

Hace nueve años en una ciudad extraña para mí, conocí a una chica que me llevó a su piso y mientras caminábamos (más tarde supe que ningún taxi estaría dispuesto a llevarnos por allí) cruzamos barrios que parecían zonas de guerra: contenedores ardiendo, sirenas de policía, gente corriendo y saltando verjas, ruidos de cristales rotos… ¿acaso merecía tanto la pena la recompensa final después de aquel tétrico circuito?
Con los debidos respetos (y la adecuada perspectiva), la respuesta sin duda es NO.

También hay ocasiones en que el bingo no es correcto.
Tres días pasé sin dormir aquel mismo año cuando una chica con la que apenas había estado una vez (y cuyo apellido ignoraba) me dijo que estaba teniendo un retraso sospechoso. Yo estaba seguro de haber tomado las precauciones necesarias pero ella supo contagiarme su desasosiego sembrando dudas a diestro y siniestro, victimizándose además del peor modo pasivo-agresivo.
Pasó lo que tenía que pasar: falsa alarma, alivio máximo, mutis, en sus marcas, listos… ¡ya!.

Años, años y más años sumido en plena paradoja, pues debo confesar que, a lo largo de mi pacífica existencia, la intimidad con desconocidas ha sido mi principal fuente de situaciones truculentas.

A veces me gustaría que fuese un miedo insuperable como aquel que se usaba de eximente en los códigos penales, pero no suele funcionar así. De repente un día tienes un leve problema de salud y en el protocolo de su tratamiento médico se incluyen pruebas que detectan VIH, hepatitis B, sífilis... y ahí no hay atenuante que valga.
El médico pronuncia esas palabras de manera desapasionada y rutinaria, “tranquilo que no va a salir nada de eso”, asegura… y aunque confíes en su palabra no puedes evitar tener alguna mínima duda razonable.

La semana antes de conocer los resultados inevitablemente te cuestionas ese impetuoso estilo de vida. Y el miedo que alguna vez conociste se convierte en pánico.
De ese terror indefenso, mientras el público ríe a carcajadas, imagino que también sabrá (y callará) bastante aquel veterano rockero.